Por: Javier Alejandro Ramos
La escena se había repetido durante los últimos cincuenta
años, una noche cada trescientos sesenta y cinco días.
En el recinto que albergaba a los dos ancianos caballeros
aquella fría noche de mil novecientos dos, reinaba una tensa calma sepulcral.
Los troncos crepitaban con un sordo sonido en la chimenea de la vieja pero
distinguida taberna andaluza donde se servían cafés, vinos, puros y frugales
comidas, mientras en el exterior, las fuerzas de la naturaleza combatían con la
pobre tierra.
De ambos sillones, que se encontraban frente a frente,
emergieron las manos en busca de las finas tazas que el posadero les había
servido, para luego retirarse respetuosamente y dejarlos a solas en la
habitación.
Los dos hombres eran adversarios de toda una vida,
herederos de una animadversión que se remontaba a dos generaciones anteriores,
pero que en algún momento amainó por voluntad de ellos mismos, y de otra
persona.
Los maduros individuos se miraron de reojo, furtivamente,
y se mantuvieron en silencio por lo que pareció una eternidad. Casi sesenta
minutos más tarde, apuraron de un sorbo el contenido ya frío de sus tazas, se
pusieron de pie en el mismo instante, se hicieron una amable reverencia, y cada
uno de ellos salió en dirección contraria, convencidos de que esta vez era para
no volver a verse nunca más.
Momentos antes, durante la última hora que pasaron
juntos, y pese a la aparente hostilidad que se respiraba en el ambiente,
cualquier observador habría jurado que se respetaban de forma mutua. El ritual
de hacer una tregua un día al año, para brindar cada uno con el producto del
otro, era un acontecimiento que, pese a no tener testigos, esperaba con
curiosidad toda la comarca. Los habitantes del pueblo se deshacían en conjeturas
sobre la razón por la que estos distinguidos caballeros vivieran en un
enfrentamiento constante y, aun así, se reunieran unos minutos cada año para
esa extraña ceremonia.
El dueño de las plantaciones en África que proveía el
mejor café que se tomaba en Cádiz, y el distribuidor del más renombrado grano
del Caribe, muy gustado también por los andaluces, habían llegado a la
senectud. Antes de levantarse y salir de la taberna, se habían escudriñado tras
el humo de los cigarros, observando cómo el tiempo había ajado al otro y
deleitando sus paladares con el excelente producto de su rival, que cuando
estaban en público criticaban cada uno por su lado, pero que en privado
admiraban y hasta envidiaban.
¡Cuántos recuerdos! ¡Qué cantidad de imágenes y personas
que ya no vivían pasaron en ese momento por sus mentes! ¡Incluido la
innombrable!
Sí, el de Ella, la mujer que amaron en su juventud, y que
los dejó a los dos porque no podía entender que habiendo sido amigos de
infancia, e incluso socios años después, pese a los padres de ambos que sí eran
rivales y se odiaban, un día también decidieran vivir bajo la estúpida consigna
de la competencia.
Ella, la hermosa Ella. Ambos tenían la misma edad cuando
la conocieron.
Rozagantes y despreocupados catorce años, repletos de
promesas futuras. Vivían en una adolescencia feliz, allá por el mil ochocientos
cuarenta y tantos, sin privaciones, y estudiaban en la misma Escuela de
Latinidad en Alcalá de los Gazules, creada al amparo del régimen absolutista de
Fernando VII, mientras la muchacha, que no era noble como ellos, asistía al
Beaterio de la comarca, precursor de las Escuelas Normales o Casas Pías
femeninas que luego se diseminarían por Andalucía. Se decía de su progenitor,
fornido y respetado artesano de la madera, que era descendiente de irlandeses,
e hijo de un fraile lujurioso.
El padre de Ramón, Don Augusto Solórzano de Ribera, y el
de Alejandro, Don Federico Del Solar Valle, se dedicaban a hacer crecer sus
imperios de café y tabaco, que traían en barco, uno desde Etiopía, en el
Continente Negro, y el otro desde La Habana, que era una de las colonias de la
Corona en las Indias. Ambos empresarios y hacendados de la época poseían
almacenes en el puerto de Tarifa, donde rentaban las naves que transportaban
los productos que los habían hecho ricos. No obstante, no alimentaban solamente
sus arcas de oro, sino también el resentimiento de quienes eran sus rivales en
el mercado.
Y por esta razón, si bien no existía una prohibición
explícita, era tácito que a los padres de Ramón y Alejandro no les hiciera
gracia que sus respectivos vástagos, en quienes pensaban depositar la heredad
de sus familias algún día, tuvieran un trato cordial, y menos que fueran tan
amigos.
Sin embargo, pese a la tensa rivalidad de sus familias,
Ramón y Alejandro llegaron a quererse como hermanos, gracias a Ella.
La muchacha, inteligente, dulce, y dolorosamente bonita,
consiguió que los jóvenes descubrieran que las disputas entre sus parientes
eran meramente un asunto de negocios y que no se justificaba ninguna ojeriza
personal. Los convenció, con su trato tierno, que había virtudes insoslayables
en la otra orilla, y que eran muy parecidos, que podían entenderse, y quizás un
día, hasta unir esfuerzos empresariales.
Y ambos lo pensaron juntos, y decidieron que si Ella lo
proponía, no existía mejor idea en todo el mundo, y que lo harían cuando
estuvieran en edad de hacerse cargo de los asuntos de sus familias, ahora en
manos de los patriarcas.
Pero con lo que ambos no contaban era con el caprichoso
destino. Que los dos se enamorarían de Ella al cumplir los dieciséis. Y sólo el
enorme cariño y respeto que se tenían entre ellos impidió que alguno se
adelantara al otro para conseguirla con malas artes. Y así fueron inseparables
los tres, yendo juntos a todas partes.
Y Ella, que sabía que ambos la amaban, y que elucubraba
que podía ser feliz con cualquiera de ellos que escogiera, ya que no era
posible con los dos por el “que dirán”, no quiso elegir a uno por no hacer
sentir mal al otro.
Rememorando para sus adentros frugalmente esos instantes,
Ramón y Alejandro, ambos ahora en la mitad de su septuagésima década, sentados
frente a frente en la vieja taberna, sintieron que la inmensidad del tiempo es
insondable, que en la vejez los recuerdos navegan a un ritmo distinto que el de
la juventud, que el amor y la amistad son más importantes que el dinero y el
prestigio, pero que el orgullo hace hombre al hombre, como la negrura hace café
al café.
Y así, los recuerdos de uno y de otro, fueron haciendo
tangible esa noche para los dos la figura de Ella, y la de ellos mismos en
aquellos felices años en que conformaban un trío indisoluble, en que la amaban,
en que se sentían amados por ella, y en los que ambos se miraban como amigos,
casi hermanos.
¡Cuánta eternidad puede caber en una hora! Cuando la
memoria trabaja a toda velocidad como producto de la emoción, y las mentes
están despiertas a causa del delicioso café saboreado, el tiempo corre y se
detiene caprichosamente, a su antojo. No lo dominamos.
Así era esa noche para Ramón y Alejandro, en la que,
conocedores que sería la postrera ocasión en que se veían, sentían que el
corazón se les estrujaba, que no podían soportar más el dolor, y sin embargo
tampoco podían dejar de paladearlo, pues lo mismo que los separaba, el café y
Ella, los unía, los había unido siempre, y los seguiría juntando aún más allá
de la muerte.
Capítulo 2
El chasquido de la fusta sobre el anca del caballo
restalló sonoramente, y este avanzó, conduciendo el coche que había dejado a
Alejandro en la puerta de la escuela, mientras el joven reía y saludaba a
Ramón, que había llegado pocos minutos antes.
Era un día especial, que habían planeado al detalle desde
hacía semanas. En algún momento del tiempo de descanso entre la clase de Latín
y la de Historia, se escaparían por la pared trasera, que separaba la huerta
del camino del bosque, y se dirigirían al río, donde se encontrarían con Ella.
Un par de horas más tarde habían consumado su travesura e
iban, retozando alegremente, hacia la pendiente que los conducía al río.
Traspusieron un pequeño bosque y se encontraron frente a los dos paisajes que
siempre los ensimismaban, por su belleza: la gran roca de los Alcornocales por
cuyo costado discurría una cascada de agua clara, y la silueta de Ella.
Iba descalza, los pies chapoteando en la breve orilla de
la poza natural abierta por la cascada en un recodo del cauce. Canturreaba una
romanza y deshojaba un girasol con deliciosa parsimonia. Al costado de un viejo
sauce, descansaban un morral remendado y sus botines de piel.
Sus bellos ojos verde gris se iluminaron al divisarlos,
su ondulada cabellera negra como el azabache despidió fulgores plata y oro
cuando los rayos del sol que se colaba por entre los árboles la alcanzaron, y
los jóvenes oyeron el tintinear de su fresca risa, y sus nombres, entonados
cálidamente por la voz de la muchacha.
— ¡Alejandro! ¡Ramón! ¡Jajajá! ¡Sois vosotros terribles!
¡Habéis hecho que me escape del Beaterio! ¿Y saben qué? ¡Por unos instantes y
la Madre Casiana me descubre escabulléndome! ¡Dios mío! ¡Tengo que estar loca
para haceros caso! ¡Jajajá!— exclamaba, riendo con todas sus fuerzas, mientras
los jóvenes la contemplaban extasiados, como quienes observan la más primorosa
obra de arte en el mundo. Al segundo corrían hacia ella, se empapaban con el
agua del río, festejaban sus palabras, se fundían con ella en un abrazo.
Un rato después estaban sentados los tres junto a la gran
piedra, recibiendo en sus rostros las gotas que el viento trasladaba de la
cascada hacia donde se encontraban. Ella había abierto el morral y sacado unos
bocadillos caseros hechos con pan y queso que distribuyó entre los tres, y
Ramón extrajo de entre sus ropas una pequeña garrafa de vino, que apuraron
mientras comían y charlaban.
El tema de conversación no era novedoso. Ya otras veces
los dos jóvenes se habían visto obligados a discutir lo mismo mientras Ella los
escuchaba, e intervenía brevemente para diluir cualquier rezago de diferencia
entre ellos con una palabra comprensiva.
Lo que pasaba en su nación los afectaba en la medida que
era importante para sus familias, y las decisiones que sus padres tomaran
respecto a ellos marcarían sus futuros. A Ramón, Alejandro y Ella les fascinaba
la idea de que pudieran estar juntos siempre, viviendo en esa suerte de burbuja
idílica de los adolescentes sin mayores preocupaciones, pero los
acontecimientos suelen poner a prueba tanto la practicidad como el espíritu
soñador de las personas.
En el país reinaba la confusión. Hasta unos años atrás
había existido un régimen, que si bien era tradicional, poco dado a lo moderno,
funcionaba mal que bien, e inclusive había parido una Constitución. No
obstante, en apenas una década y algo, las estructuras habían variado tanto,
pues hubo una reacción militar y un retorno a la monarquía, para luego regresar
a un régimen liberal producto de una rebelión que unió a los líderes manuales
con los intelectuales.
Al final, la gente no se enteraba bien quién gobernaba,
por qué, y cuál era la diferencia entre aquel y el que los dirigiera un par de
años atrás.
Se dice que de la confusión, la incertidumbre, se
alimenta el caos. El clero y los políticos eran la clase dominante. Proponían
arbitrios e impuestos excesivos con la excusa que era necesaria una nación
educada y emprendedora, y que para tenerla, era impostergable educar a los
niños, tanto a los que habían nacido en cuna santificada por el matrimonio,
como a los expósitos y huérfanos que había dejado la guerra interna junto a los
escombros.
Y así, primero gravaron el vino, producto que se hacía en
las campiñas y del que toda finca gozaba. Más adelante había que tributar por
la posesión de carbón y exceso de combustible, luego por el aguardiente, y
finalmente por la compra y consumo de atún, que de ser un alimento natural en
las canastas familiares, pasó a convertirse en un artículo de lujo.
Los padres de Ramón y Alejandro entendieron que habían
corrido con suerte hasta el momento, pero que ahora irían a por ellos. Antes
los habían respetado, como caballeros nobles que eran, pero la angurria y
avaricia vuelven audaces a quienes tienen una pizca de poder. Si tienen de su
lado además a los hombres de armas y a la Iglesia para adormecer intentos
heroicos, no hay quien pueda enfrentárseles.
—Si ya se paga tributos hasta por el exceso de carbón,
que es algo tan necesario hasta para calentar las viviendas pobres en invierno,
¡cómo no van a considerar suntuoso el café y pretender cobrar un impuesto
leonino por su importación y distribución aquí!— exclamaba Ramón, imitando las
frases disgustadas de Don Augusto, su padre.
— ¡Así es! — intervenía Alejandro. — ¡Y no solo el café
será para los avaros recaudadores un artículo de lujo, no! ¡También el tabaco!
¡Quieren quebrarnos, desean terminar con la burguesía y la plebe para quedarse
con todas las tierras y lo que hay en ellas!— peroraba, como había oído hacer a
su exaltado progenitor, Don Federico.
Ella los miraba a uno y otro, y asentía, dándoles la
razón. Intuía que a ellos, en el fondo, no les preocupaban estas cuestiones,
sino que simplemente actuaban, fingían estar alterados, para verse más maduros.
Y ella, para sus adentros, sonreía, porque sus actitudes la enternecían.
Por otra parte, Ella sabía que no tendría jamás las
preocupaciones financieras que molestaban a los familiares de sus amigos, ya
que su padre era un simple artesano al que no podían sacarle mucho por
impuestos, pero sí uno que otro trabajo en madera, que él realizaba gustoso,
mientras contrabandeaba vino para su consumo, algo de aguardiente para los
amantes del juego, y hasta atún, que distribuía con unas monjas entre los
indigentes más paupérrimos de la comarca.
Así transcurrían sus tardes junto al río cuando lograban
huir de clases, o en la entrada del bosque algunas veces, o a la espalda del
Beaterio. La bonita amistad de los tres jóvenes tenía ya alrededor de
veinticuatro meses, y se acercaba un acontecimiento importante, los quince años
de Ella.
Ella… pensaban Alejandro y Ramón, cada uno en los coches
que los recogieron de la escuela y los conducían a sus fincas. Ella, con su
aroma inconfundible, como el del primer café matinal que probaron cuando eran
niños, pues era una tradición familiar. Ella y su frescura, sus increíbles ojos
claros, y su pelo negro, exquisito, como el mejor café del mundo.
Ramón y Alejandro ya habían cumplido los dieciséis,
estaban por terminar la escuela y tomarían su propio rumbo en la vida en pocos
meses. Tanto uno como el otro habían decidido, sin confesárselo a su amigo, que
en la fiesta de Ella por su cumpleaños, sería el momento oportuno para
declararle su amor.
Capítulo 3
El filudo cuchillo entró por el grueso cuello, cortó una
vena, y la sangre comenzó a fluir a borbotones, tiñendo el suelo de arcilla. Ni
un grito profirió la víctima, sorprendida por la mano experta de Oscar Quinn,
que así como sabía empuñar martillos, escoplos y serruchos, había aprendido
desde joven a matar cerdos en Irlanda….
SINOPSIS
El Ultimo Café es una novela ambientada en un lugar de
España, llamado Cádiz, entre el siglo XIX y los primeros años del XX, que tiene
como protagonistas a dos hombres maduros y a una mujer de la que ambos se
enamoraron en su juventud, y también al café.
Presentada una controversia inicial, y apelando a la
técnica del “flashback”, la historia va desgranando las causas que separaron a
estos dos caballeros durante sus vidas, y cómo llegaron al momento cumbre, en
el que irónicamente, saboreando cada uno el producto que distribuye el otro, se
ven por última vez.
Ramón y Alejandro han llegado a la edad en que no hay
vuelta atrás, en que pretender corregir errores pasados ya no es posible, y
solo les queda aferrarse al recuerdo de Ella, la mujer que ambos tienen
impregnada en sus espíritus, como el aroma inolvidable del primer café matinal
que probaron de niños.
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